Carta sin
despedida
A veces,
mi egoísmo
me llena de maldad,
y te odio casi
hasta hacerme daño
a mí mismo:
son los celos, la envidia,
el asco
al hombre, mi
semejante
aborrecible, como yo
corrompido y sin
remedio,
mi
querido
hermano y parigual en la
desgracia.
A veces -o mejor dicho:
casi
nunca-,
te odio tanto que te veo
distinta.
Ni en corazón ni en alma
te pareces
a la que amaba sólo
hace un instante,
y hasta tu
cuerpo cambia
y es más bello
-quizá por imposible
y por
lejano-.
Pero el odio también me
modifica
a mí mismo,
y cuando
quiero darme
cuenta
soy otro
que no odia, que ama
a esa
desconocida cuyo
nombre es el tuyo,
que lleva tu apellido,
y
tiene,
igual que tú,
el cabello largo.
Cuando sonríes,
yo te
reconozco,
identifico tu perfil
primero,
y vuelvo a verte,
al
fin,
tal como eras, como
sigues
siendo,
como serás ya siempre,
mientras te ame.
Nunca me gustó la poesía, siempre me llamó más la atención el
teatro o la novela, pero este poeta en concreto, siempre tuvo algo diferente.